Por: Geraldina González de la Vega
La libertad de expresión es un valor fundamental en una democracia, permite que se contrasten las ideas y los discursos, hace posible que todas las posturas tengan cabida en una sociedad plural. El hecho de que todos los discursos puedan ser expresados libremente permite que haya diversidad y que cada posición tenga las mismas posibilidades de ser escuchada, valorada, sopesada, discutida. En el mercado de ideas, sin embargo, habrá discursos con más "demanda", discursos más atractivos o sostenidos por la mayoría, o discursos que simplemente se han sostenido durante tanto tiempo que se convierten en dogmas o nociones preconcebidas. Y precisamente, uno de los valores de la libertad de expresión en una democracia es que, a pesar de ser minoritarios, los discursos sotenidos por pocas personas, los discursos menos atractivos o con menor demanda, los discursos novedosos o progresistas, también tienen el derecho a ser expresados, compartidos, diseminados, valorados y discutidos.
Las democracias modernas se sustentan en un procedimiento: la regla de la mayoría; y en valores: igualdad y libertad, implicando pluralidad, pues cada individuo y cada opinión tienen el mismo valor y el mismo derecho. Ahora bien, los sistemas democráticos descansan sobre sí mismos, esto es, si las propias comunidades que han elegido vivir en democracia deciden no tomar decisiones por mayoría o que al tomar las decisiones se limiten o eliminen arbitrariamente la libertad o la igualdad eliminando el pluralismo, luego entonces desaparecen los derechos y desaparece el Estado de Derecho en que se sostienen. Es decir, desaparece la democracia.
Por ello, hablar de tolerancia a los discursos de odio no tiene cabida en una democracia constitucional –como lo es México. Efectivamente, la tolerancia es un valor dentro de las democracias, no obstante resulta suicida el que un sistema democrático permita manifestaciones que derriben los pilares que lo sostienen. La tolerancia solo se da dentro del cosmos de lo democrático.
Entiendo un discurso de odio como aquel que fomenta la desigualdad estructural de determinados grupos desaventajados históricamente y lo hace a través de expresiones de violencia, burla, menosprecio e insulto; genera hostilidad social o de grupo en contra de determinadas personas o grupos. Es decir, es aquel que incita a las violencias (física, verbal, moral, psicológica) contra determinados grupos caracterizados por rasgos dominantes históricos, sociológicos, étnicos o religiosos y se caracterizan por expresar una concepción mediante la cual se tiene el deliberado ánimo de humillar, denigrar, calumniar, desacreditar, menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica o social (SCJN).
Si en una democracia cualquier persona debe tener garantizados todos sus derechos, ésta no puede permitir que el discurso fomente la exclusión, la obstaculización, la limitación o las violencias en contra de determinados grupos. La inclusión social, la garantía y efectividad de los derechos da el adjetivo de "democrático" al Estado en que grupos históricamente desaventajados habitan. Una premisa sostiene a la otra. Luego, las democracias en serio no pueden permitir los discursos de odio, pues éstos fomentan la exclusión y ésta es contraria al principio democrático. Por esta razón democracias ejemplares como lo son Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Alemania, Dinamarca o el Reino Unido tienen normativa relativa a la limitación de los discursos de odio (1).
Estoy consciente de que no es pacífica la postura respecto de la limitación a la libertad de expresión cuando se trata de expresiones de odio. Sin embargo, considero que desde una visión estructural de la desigualdad, es decir, desde una postura que mira a la discriminación como actos anclados en sistemas de opresión arraigados institucional y socialmente, y no como actos aislados contra individuos, es posible tomar una postura a favor de la limitación de los discursos de odio en tanto que fomentan y legitiman la discriminación, la exclusión y la violencia en contra de ciertas personas o grupos en situación de vulnerabilidad.
Idealmente, en una sociedad democrática todos y todas participamos en la esfera pública, este es un elemento indispensable para hablar de una democracia deliberativa. Sin embargo, esto no siempre es así. Las brechas de desigualdad en nuestro país son hoy, todavía, alarmantes. Es verdad que existe una minoría privilegiada quien define y determina qué entra en el discurso, desde el cual se definen las políticas públicas y las leyes. Esas minorías suelen ser varones, heterosexuales, blancos, no indígenas, no afrodescendientes, católicos, sin una discapacidad, etc.
Entonces, justamente porque existe esa desigualdad, es obligación del Estado preservar la integridad del debate público, integridad en un sentido democrático, plural. El Estado tiene la obligación de velar por las diferencias y evitar que éstas generen desigualdad o discriminación. En una democracia deliberativa debe existir la responsabilidad de promover y proteger una atmósfera de respeto mutuo.
El discurso de odio agravia la dignidad de los grupos más vulnerables en una sociedad limitando de manera grave su inclusión, pues en la medida en que el discurso ataca la posición social (el fundamento de la reputación de determinados grupos que les faculta para ser tratados como iguales en la operación ordinaria de la sociedad) y les descalifica como miembros de la sociedad, les excluye, les violenta, minando las bases de una sociedad plural en donde deberían tener cabida las diferencias. No podemos hablar de una sociedad plural si la diversidad se excluye o es una razón para las violencias. Aprendamos las lecciones del pasado.
El discurso de odio es como veneno de acción lenta que amenaza la paz social, pues se acumula en todas partes, palabra a palabra, de manera que cada vez es más difícil y menos natural, inclusive para los miembros de la sociedad de buen corazón, hacer su papel para mantener el bien público de la inclusión y la seguridad.
Los discursos de odio legitiman la violencia, la multiplican, la fomentan, transmiten un mensaje de que está bien denostar, menospreciar, humillar, infamar a quienes son diferentes o a quienes no forman parte de la mayoría.
Según la Encuesta Sobre Discriminación por Motivos de Orientación Sexual e Identidad de Género realizada por el CONAPRED (ENDOSIG 2018), de acuerdo con el 52 % de las personas encuestadas, las condiciones de apoyo a personas LGBTI+ son poco frecuentes. La mayoría se ha enfrentado reiteradamente a contextos hostiles, principalmente a chistes ofensivos, de acuerdo con el 83 %, y a expresiones de odio, agresiones físicas y acoso, según el 53 %. Respecto a las experiencias discriminatorias, el 59.8 % de los encuestados se sintió discriminado por al menos un motivo a lo largo del último año. Casi el 50 % de las personas encuestadas han tenido algún pensamiento suicida. El 22 % lo ha intentado alguna vez.
Según un informe publicado por la organización Letra S, en promedio se cometen 7 homicidios al mes en contra de alguna persona LGBTI+, es decir, en México 79 personas de la diversidad son privadas de la vida al año. Las mujeres trans o personas trans con expresión femenina son las más expuestas a sufrir actos de violencia homicida, ya que fueron las víctimas más numerosas con 261 transfeminicidios, lo que representa 55% del total; seguidas de los hombres gay/homosexuales, con 192 casos, 40% del total.
La discriminación se sustenta en prácticas estructurales que vulneran derechos y obstaculizan la prestación y el acceso a servicios de educación y cultura, de salud, de justicia a personas que pertenecen a grupos en situación histórica de vulnerabilidad. La discriminación estructural entonces se fundamenta en un sistema de privilegios y un esquema de desigualdad que reproduce sistemas de dominación.
Y uno de estos sistemas de dominación es el lenguaje. El lenguaje tiene el poder de denostar y de perpetuar la desigualdad de ciertos grupos. El lenguaje da forma a la realidad, el lenguaje menoscaba, degrada y a la vez, ese insulto puede significar o resignificar la existencia social, el estatus político, la idea que se tiene de alguien.
El lenguaje opresivo ES violencia.
El que una sociedad democrática tolere actos que la destruyan es una contradicción fundamental, pues el fundamento de una democracia es la posibilidad de que haya diversidad y pluralismo, cuando estas características pretenden eliminarse apelando al valor mismo que les da sentido, el edificio se derrumba.
Para poder lograr una situación ideal del discurso en la esfera pública es indispensable que todas las personas participemos con la misma significación: ciudadanos y ciudadanas con iguales derechos y libertades; ello no puede suceder en la medida en que, dentro del discurso público, solo los grupos privilegiados dan el significado a los demás, y justo eso sucede cuando una mayoría privilegiada emite un discurso de odio: un discurso que excluye o que denuesta, niega o menosprecia las realidades de los otros. Un discurso que empuja el cuchillo con el que se mata. Un discurso que le habla al oído a quien decide terminar con su propia vida. El discurso que disculpa la negativa de un servicio o justifica el límite arbitrario a un derecho. Discursos que dudan de la dignidad de otros, que cuestionan su titularidad de derechos. Expresiones que empujan a padres y madres a encerrar a sus hijos en "terapias" que prometen cambiar su forma de ser. Un discurso que niega existencia, dignidad, libertad.
Esos discursos no tienen cabida en una sociedad plural y diversa. La tolerancia se sostiene sobre los mismos valores que le dan sentido. Una sociedad plural y diversa, democrática pues, no puede tolerar la violencia a través de las palabras. La diversidad construye, los discursos de odio, destruyen.
* Geraldina González de la Vega (@Geraldina_GV) es presidenta del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (@COPRED_CDMX).
(1) De acuerdo con el lingüista Viktor Klemperer (1947), quien analizó los discursos vertidos durante el III Reich, un sistema de lenguaje excluyente en el cual el poder discursivo tiene ánimos de dominio y de opresión, es lo que permitió impulsar la discriminación, la violencia y el exterminio. Señaló que a través de las palabras, de expresiones, se imponía un discurso que penetraba en la carne y en la sangre de las masas a través su repetición hasta que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.
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