La ciudad impregnada de humo. Algunas personas llevan cubrebocas. El dolor se desborda, incendio que no te permite salir intacto. Alguna razón mística, un accidente. Ninguno de los dos lo sabremos. Nadie puede ser todas las personas que desearía, ¿por qué me he castigado de esta manera? No se trata del miedo que me produce enfrentar el mundo, apenas me rasguña. El asco de subir a un autobús o formarme en la fila del cine duró algunos años. Nadie es sus síntomas. Mientras más hablo, más me encierro. Probablemente es tiempo de aceptar que utilizo las palabras para hundirme.
—No puedo escucharte.
—No he dicho nada.
Una mujer condenada, recargué los codos en su mesa, empecé a llorar. Le digo que he construido un muro entre cualquier persona y lo que soy, él sabe a lo que me refiero, está llorando. No sabe qué hacer, no puede hacer algo por mí, ¿por qué sabría qué hacer?, estoy temblando, resoplo como un animal herido al que le han disparado en la oscuridad. Una hora y media atrapada en el tránsito.
Destrozada.
No sé si el dolor es preciso, si lo determina una calle o una conversación. Ignoro si más tarde van a dolerme aquellos besos. Dices que podrías ir a mi casa o que podría encontrarte. Más de media hora se me escurre entre un llanto apagado, necio. Le pido al taxista que regresemos en el retorno de Alzate. Las luces rojas de los autos son señales en una noche huérfana. La ciudad es caos. No toco el timbre, te llamo para decirte que estoy abajo. Doce afortunados años en los que me acostumbré a reír de mi desgracia. He vivido sola tanto tiempo, que ya ni siquiera me molesto en conectar el teléfono cuyo contrato venció hace dos años. Mis sentimientos parecen extintos, no existen o están ocultos, estoy llorando para ver si alguno revive.
Tu rostro visiblemente preocupado me sacude, ¿ves en mí algo tuyo? En esa línea marcada cerca de tus ojos puedo ver tu infinita compasión hacia el que sufre. Eres un gesto comprensivo, tierno. Me gustaría decirte que no creo en nada, ni en nadie. Insistes en las razones para permanecer. No quiero nada. Cuando has sufrido lo suficiente sabes que ninguna palabra puede consolarte. Necesito salir de aquí, no puedo estar aquí, ¿para qué decirte que estaba destrozada?, no tiene sentido. Me gustaría recargarme entre sus piernas, lamer su cara. Me fue revelado ayer, caminaba sola, comprendí la forma en la que perdí mi alma tiempo atrás. De niña intenté tocar los Caprichos de Paganinni. El diablo reía, los dos sabemos que la oscuridad de su alquimia son un conjuro, arte: carcajada cruel y magnífica. Las lágrimas no consiguen apagar nada, no logran liberarme, ni siquiera sé si quiero dejar la cadena que me hunde. Todo sufrimiento es totalmente innecesario, lo que intento decir es que debemos sufrir antes para entenderlo. Cuestionar si tengo sentimientos y espíritu me lleva hacia el camino que marcaste sin darte cuenta. Estoy llorando porque inicia mi duelo, estoy por matar algo dentro de mí, ¿no lo ves?, me disparaste en aquella calle a la que nunca quiero volver, eres un afilado e inocente revólver. No te culpo, no reclamaré nada. Ni siquiera sabes cómo o por qué me provocaste un agujero en medio de las tripas. Y yo pensé: nada que una tarde en Johnny Rockets no pueda arreglar.
—¿La amas?
—No sé.
Ya no me miras, la mesa blanca recibe sus manos, cierras los puños lentamente. Intentas mirarme, no puedes. Tu rostro ha cambiado en dos horas, cuando llegaste dabas impresión de sentirte alegre, tus ojos parecían reír.
—Estoy confundido.
Un hombre condenado. Parece que las mesas nos persiguen, ¿no te gustaría incendiarlas? Otra vez estamos aquí, he perdido la cuenta de nuestros encuentros. Tu voz es una bengala, una sinfonía. Comemos con desesperación, tal vez para no pensar. Dices que nada está resuelto, aseguras saber lo que quieres: liberarte, ¡cómo si eso fuera posible!
—Parece muy hermoso lo que tienen.
—No creo que te parezca así.
—Brindo por ustedes.
—No te creo.
—De verdad, salud.
Extiendo un vaso con agua, dudas. El refresco de cola se acabó hace más de media hora en nuestros vasos. Media hamburguesa mordida sobre la mesa me recuerda que soy un monstruo. Chocamos los vasos de agua con hielo. Ríes, estás nervioso. Sabe a cloro. De verdad me alegra, se envenenan mis entrañas con esa imagen en la que vas tomado de su mano, ella te pregunta si tienes hambre, se besan, puedo sentirme miserable y viva. Es más fácil llorar. Lo facilita todo. Es una noche cálida. Me asfixio. Ahora estamos otra vez en tu mesa, ahí, rodeando un pedazo de madera en el que algunas mañanas te sentiste muerto esperándola. Aquí entrelazaron las manos. Fabrico celos ficticios, esas emociones me permiten seguir. En este pedazo de madera en el que por las mañanas escribes tu novela, esta noche estamos girando. Nos miramos, absortos de vernos reflejados, ¿por qué me escuchas? Podríamos hacernos daño. Por ahora me voy a conformar con mirarte, me gustaría tanto pasar mis manos por tu cuerpo, todos mis problemas se borrarían de golpe. Ningún libro de Henry Miller tiene grandeza junto a tus labios: dos pedazos de muerte que son una revelación sagrada. Quiero pasar mi lengua por ellos. Podría detenerme ahí antes de besar un revólver, antes de abandonarme.
—¿Tienes miedo de que te llame por las mañanas?
—Sí.
—¿Es por ella?
—No.
Nos levantamos de aquella mesa de Johnny Rockets, subimos a un taxi, te recargas en mi pecho, estás llorando. Le pido al taxista que se detenga un momento mientras decidimos adónde ir, tus ojos son inocentes y malvados. Metes las manos entre mi cabello. Le pides al taxista que continúe la marcha hacia avenida Revolución, damos vueltas en la zona, nos hemos quedado en silencio. Me pides que te deje en el lugar en el que nos conocimos, está a punto de amanecer. Te deseo. La noche me deja su rastro, volteas, ahora soy un fragmento extraviado de tu cuerpo.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)